La investigación científica y la reflexión moral deben caminar en espíritu de
cooperación - 14/12/1989 -
a los
participantes en el congreso organizado por la Pontificia Academia de las
Ciencias
Juan Pablo II
La investigación científica y la
reflexión moral deben caminar en espíritu de cooperación
Señoras, señores:
1. Siempre es para mí un placer
encontrarme con los hombres y las mujeres de ciencia y de cultura, que se reúnen
bajo los auspicios de la Pontificia Academia de las Ciencias para intercambiar
sus ideas y su experiencia sobre temas del más alto interés para el progreso de
los conocimientos y el desarrollo de los pueblos. Hoy, me alegra acogeros al
término de vuestra reunión dedicada al examen de los graves problemas que
plantea la determinación del momento de la muerte, tema que la Academia decidió
considerar en el marco de un proyecto de investigación que comenzó en 1985
durante una semana de estudio. Para la organización de esta reunión es también
un motivo de satisfacción haber colaborado con la Congregación para la Doctrina
de la Fe. Lo cual demuestra la importancia que la Santa Sede concede al tema
tratado.
Un tema de gran
importancia
Para que la acción de la Iglesia en el
mundo y sobre el mundo sea lo más provechosa posible, es muy útil un
conocimiento cada vez más progresivo e incesante del hombre, de las situaciones
en las que se encuentra y de los problemas que se plantea. Ciertamente, el papel
específico de la Iglesia no es hacer avanzar un saber de naturaleza
estrictamente científica, pero no puede ignorar o descuidar los problemas
estrechamente vinculados a su misión de impregnar el pensamiento y la cultura de
nuestro tiempo con el mensaje evangélico (cf. Gaudium et spes,
1-3).
Esto es verdad de modo especial cuando se
trata de precisar las normas que deben regular la acción del hombre. Esta acción
comprende la realidad concreta y temporal. Por ello es necesario que los valores
que han de inspirar la conducta humana tengan en cuenta esta realidad, sus
posibilidades y sus límites. La Iglesia, para cumplir con su papel de guía de
las conciencias y para no decepcionar a los que esperan de ella una luz,
necesita estar bien informada sobre esta realidad, que presenta un campo inmenso
para nuevos descubrimientos y nuevas realizaciones científicas y técnicas, a
pesar de comportar al mismo tiempo audacias a veces desconcertantes que
confunden muchas veces las conciencias.
El cuerpo humano no es un mero
instrumento
2. Esto se comprueba muy especialmente
cuando la realidad de que se trata es la misma vida humana, en su comienzo y en
su final temporal. Esta vida, en su unidad espiritual y somática, obliga a un
respeto por nuestra parte (cf. Gaudium et spes, 14. 27). Ni los individuos ni la
sociedad pueden atentar contra ella, cualquiera que sea el beneficio que pueda
resultar de ello.
El valor de la vida reside en aquello que
es espíritu en el hombre -que habita en él y le hace ser lo que es (Concilio de
Viena, Constitución Fidei catholicae, D.S., n. 902)-: una dignidad eminente y
como un reflejo del absoluto. Su cuerpo es el de una persona, el de un ser
abierto a los valores superiores, el de un ser capaz de realizarse en el
conocimiento y el amor de Dios (cf. Gaudium et spes, 12.
15).
Puesto que nosotros pensamos que cada
individuo es una unidad viva y que el cuerpo humano no es simplemente un
instrumento o algo que se tiene, sino que participa del valor del individuo como
ser humano, de ello se deduce que el cuerpo humano no puede ser tratado en
absoluto como una cosa de la que se dispone a capricho (cf. Gaudium et spes,
14).
Deben prevalecer los imperativos
éticos
3. No sería lícito hacer del cuerpo
humano un simple objeto, un instrumento de experimentos, sin más normas que los
imperativos de la investigación científica y de las posibilidades técnicas. Por
muy interesantes e incluso útiles que pueden parecer cierto tipo de experimentos
que permite realizar el estado actual de la técnica, cualquiera que tenga un
verdadero sentido de los valores y de la dignidad humana admite espontáneamente
que hay que abandonar esta pista aparentemente prometedora, si es que pasa por
la degradación del hombre o por la interrupción voluntaria de su vida terrestre.
El bien al que parecería conducir, en fin de cuentas no sería más que un bien
ilusorio (cf. Gaudium et spes, 27. 51). Por consiguiente, esto impone a los
sabios y a los investigadores una especie de renuncia. Puede parecer casi
irracional admitir que se impida un experimento, de suyo posible y lleno de
promesas, por imperativos morales, sobre todo si se está prácticamente
convencido de que otros, que se sienten menos ligados a imperativos éticos,
llevarán a la práctica esta investigación. Pero, ¿no es éste el caso de toda
prescripción moral? Y los que son fieles a ella, ¿no son considerados a menudo
como ingenuos y tratados como tales?
La dificultad es aún mayor en nuestro
caso, porque una prohibición dada en nombre del respeto a la vida parece entrar en colisión con otros
valores importantes: no sólo los del conocimiento científico sino incluso otros
referentes al bien real de la humanidad, como la mejora de las condiciones de
vida y de la salud, el alivio o la curación de la enfermedad y de los
sufrimientos. Estos son los problemas que examináis. ¿Cómo conciliar el respeto
a la vida, que prohibe toda acción susceptible de provocar o adelantar la
muerte, con el bien que puede derivar para la humanidad de la extracción de
órganos para el trasplante a un enfermo que los necesita, teniendo en cuenta que
el éxito de la operación depende de la rapidez con que se extraen los órganos
del donante después de su muerte?
La fe da sentido a la
muerte
4. ¿En qué momento tiene lugar eso que
nosotros llamamos la muerte? Este es el punto crucial del problema. Realmente,
¿qué es la muerte?
Como vosotros sabéis, y como lo han
mostrado vuestras discusiones, no es fácil llegar a una definición de la muerte
que todos comprendan y admitan. La muerte puede significar la descomposición, la
disolución, una ruptura (cf. Salvifici doloris, 15; Gaudium et spes, 18). Esta
se produce cuando el principio espiritual que constituye la unidad del individuo
no puede ya ejercer sus funciones sobre el organismo y en él, cuyos elementos,
al ser abandonados, se disocian por sí mismos.
Ciertamente, esta destrucción no afecta a
todo el ser humano. La fe cristiana -y no sólo ella- afirma la permanencia, más
allá de la muerte, del principio espiritual del hombre. Pero, para los que
tienen fe, esta condición de "más allá" no tiene figura o forma claras, y todos
sienten angustia ante una ruptura que de modo tan brutal va contra nuestro
querer-vivir, nuestro querer-ser. A diferencia del animal, el hombre sabe que
debe morir y lo vive como un atentado a su dignidad. A pesar de ser mortal por
su condición de carne, comprende también que no tendría que morir, porque lleva
dentro de sí una apertura, una aspiración a lo eterno.
¿Por qué existe la muerte? ¿Cuál es su
sentido? La fe cristiana afirma la existencia de un lazo misterioso entre la
muerte y el desorden moral, el pecado. Pero al mismo tiempo, la fe penetra la
muerte con un sentido positivo, porque ésta tiene la perspectiva de la
resurrección. La fe nos muestra al Verbo de Dios que asume nuestra condición
mortal y que ofrece su vida en la Cruz como sacrificio por todos nosotros,
pecadores. La muerte no es ni una simple consecuencia física, ni solamente un
castigo. Esta se convierte en el don de sí mismo por amor. En Cristo resucitado,
la muerte aparece definitivamente vencida: "La muerte no tiene ya señorío sobre
Él" (Rm 6, 9). También el cristiano espera con confianza volver a encontrar su
integridad personal transfigurada y poseída definitivamente en Cristo (cf. 1 Co
15, 22).
Esa es la muerte, vista con ojos de fe:
no es tanto el final de la vida como la entrada a una vida nueva sin
fin.
Si respondemos libremente al amor que
Dios nos ofrece, tendremos un nuevo nacimiento en el gozo y la luz, un nuevo
dies natalis.
Sin embargo, esta esperanza no evita que
la muerte sea una ruptura dolorosa, al menos según nuestra experiencia, al nivel
ordinario de nuestra conciencia. El momento de esta ruptura no puede percibirse
directamente, y el problema está en identificar sus signos. ¡Cuántas cuestiones
se suscitan al respecto, y qué complejas! Vuestras comunicaciones y vuestras
discusiones lo han subrayado y han aportado elementos preciosos para
resolverlas.
Dilema
trágico
5. El problema del momento de la muerte
tiene graves incidencias en el terreno práctico, y este aspecto también tiene un
gran interés para la Iglesia, pues parece que se plantea un dilema trágico. Por
un lado, está la urgente necesidad de encontrar nuevos órganos para enfermos
que, sin ellos, morirían o al menos no se curarían.
Con otras palabras, se puede comprender
que para huir de una muerte cierta e inminente, un enfermo necesite recibir un
órgano que podría darle otro enfermo, quizá su vecino en el hospital, pero de
cuya muerte, aún subsisten dudas. Por consiguiente, en este proceso, el peligro
que aparece es el de acabar con una vida, romper definitivamente la unidad
psicosomática de una persona. Más exactamente, existe una probabilidad real de
que la vida, que no puede continuar a causa de la extracción de un órgano vital,
sea la de una persona viva, cuando el respeto debido a la vida humana prohíbe
totalmente sacrificarla, directa y positivamente, aunque fuera en beneficio de
otro ser humano al que se considerara tener razones para
privilegiar.
Incluso la aplicación de principios más
seguros no siempre es fácil, porque el contraste entre exigencias opuestas
oscurece nuestra visión imperfecta, y, por consiguiente, la percepción de los
valores absolutos, que no dependen ni de nuestra visión ni de nuestra
sensibilidad.
Buscar soluciones apropiadas a los nuevos
problemas
6. En estas condiciones, es necesario
cumplir un doble deber.
Los científicos, los analistas y los
eruditos deben continuar sus investigaciones y sus estudios a fin de determinar
con la mayor precisión posible el momento exacto y el signo irrecusable de la
muerte. Pues, una vez conseguida esta determinación, desaparece el conflicto
aparente entre el deber de respetar la vida de una persona y el deber de cuidar
o incluso de salvar la vida de otro. Se podría conocer el momento en que lo que
estaba prohibido hasta entonces -la extracción de un órgano para su transplante-
se convertiría en algo perfectamente lícito, con grandes probabilidades de
éxito.
Los moralistas, los filósofos y los
teólogos han de encontrar soluciones apropiadas a los nuevos problemas o a los
aspectos nuevos de los problemas de siempre, a la luz de nuevos datos. Tienen
que examinar situaciones que eran antes impensables, y que por eso nunca habían
sido evaluadas. Con otras palabras, han de ejercer lo que la tradición moral
llama la virtud de la prudencia, que supone la rectitud moral y la fidelidad al
bien. Esta virtud permite apreciar la correspondiente importancia de todos los
factores y de todos los valores que están en juego. Ella nos preserva de las
soluciones fáciles o bien de las que introducen subrepticiamente principios
erróneos para resolver un caso difícil. De este modo, la aportación de datos
nuevos puede favorecer y afinar la reflexión moral, y por otra parte las
exigencias morales, que a veces dan la impresión a los científicos de que
restringen su libertad, también pueden ser y son de hecho muchas veces para
ellos una invitación a proseguir sus investigaciones con
fruto.
La investigación científica y la
reflexión moral deben caminar a la par, en un espíritu de cooperación. Nunca
debemos perder de vista la dignidad suprema de la persona humana; la
investigación y reflexión sobre ella están llamadas a servir al bienestar, y en
ella el creyente reconoce la imagen del mismo Dios (cf. Gn 1, 28-29; Gaudium et
spes, n. 12).
Señoras, señores: Que el Espíritu de
Verdad os asista en vuestros trabajos difíciles pero necesarios y de gran valor.
Os agradezco vuestra colaboración con la Pontificia Academia de las Ciencias, la
cual desea promover un diálogo interdisciplinar y de amplios intercambios de
información en sectores del esfuerzo humano que entrañan numerosas decisiones de
orden moral y responsabilidades de máxima importancia para el bienestar de la
familia humana. ¡Que Dios os colme de sus bendiciones!
Joannes
Paulus pp. II